Texto de Hinde Pomeraniec leído ayer en la charla “Migrar al e-book” en el marco de la Conferencia Editorial 2011
Antes de comenzar, quería contarles una pequeña anécdota. Ocurrió esta mañana y viene a cuento porque describe el momento en el que estamos. Hoy temprano, cuando quise imprimir este texto, me encontré con que no tenía tinta en la impresora. Llamé de inmediato a dos de mis vecinos más colaboradores y tampoco tenían la impresora disponible de modo que, cuando ya iba directo a un locutorio, advertí que tenía la posibilidad inmediata, económica y directa de pasar el Word a un rtf y, de ahí, al e-reader. Eso hice y por eso leo esto desde mi dispositivo.
Se los aseguro: aprender a leer libros electrónicos es un renacer a la lectura. Es sentirse el personaje de Aira en Cómo me hice monja, que por una enfermedad ingresa a primer grado tres meses más tarde que el resto de los alumnos y percibe que los demás están en una galaxia que le es ajena; siente que se le escapa el lenguaje en común entre la maestra y los compañeros, hasta que da en la tecla. En su ausencia, sus compañeros aprendieron a leer. Eso era.
Luego de las instrucciones de base que recibí de la colega Natalia Mendez, una de las editoras más chip fingers que conozco, arrancó en mi vida una temporada en el Kindle y, con ella, la seguridad de que los humanos asistimos a un cambio de paradigma que no imaginábamos no veinte años atrás, sino cinco años atrás. No se trata sólo de avances tecnológicos sino de la nueva cosmovisión parida por estos avances.
No tiene sentido resistir, no es una cuestión de voluntad por parte nuestra ni de imposición por parte del universo electrónico. Es algo que llegó y avanzará más allá de nuestro deseo, nuestra nostalgia o nuestro empeño por demorarlo o pretender que nada cambió.
Si se trata de hablar de los dispositivos, podría enumerar una larga serie de carencias o ausencias, más bien, por sobre el libro impreso, pero esta vez elijo hablar de las cosas buenas que tiene, entre las cuales encuentro como capital para el trabajo que hago sus enormes virtudes democráticas. Intento explicar: por lo menos en el Kindle (un soporte pura lectura, sin entretenimientos o distracciones como la consulta constante al correo electrónico) todos los textos son iguales en su espesor literario, no hay afeites ni añadidos estéticos. No es un libro editado e impreso versus una pila de fotocopias. En el e-reader todo libro es plena lengua, plena literatura, lo que le otorga una neutralidad ideal para la mirada inicial de un editor.
También es posible hablar de cuestiones más prosaicas, pero esas en general son más conocidas, como la practicidad para leerlo en cualquier parte o la bendición de poder viajar o salir de vacaciones sin cargar con kilos de materiales. También aparece como una ventaja la posibilidad de adecuar tipografías y espacios, o marcar párrafos o tomar notas.
Si resistirse como lector es inútil y, si se me permite, estéril, porque es apenas una pérdida de tiempo; resistirse como editor es definitivamente necio. Ese mundo ya está acá y las editoriales deben abordarlo sin dilaciones luego de entender algunas cuestiones básicas vinculadas a los soportes y las plataformas. El libro electrónico termina con el quiebre de stock y la pesadilla de los inventarios abultados, aunque –al igual que los libros de papel padecen la piratería- las editoriales que ofrecen ebooks compiten con los sitios que ofrecen nuestros libros gratis. Ese es uno de los nudos más complejos de desatar.
El libro en soporte electrónico llega rápidamente además a todos lados, ofreciendo una circulación más amplia que su homólogo impreso. Esto es un don inapreciable para ciertos libros académicos, ya que les permite a los especialistas hacerse de su ejemplar en el acto. Es cierto: no tiene olor, no pesa y la lectura se da sin dedos acariciando bordes y en vez de avanzar por número de página lo hacemos por porcentaje de libro leído, pero una de las grandes preguntas que debemos hacernos es cuántos de los libros que leímos en nuestra vida queremos realmente conservar en nuestra biblioteca…
Por otro lado, el tema más delicado sigue siendo, como suele suceder en esta industria originada sobre el trabajo intelectual de los sujetos, los derechos de autor.
Todo es experimentación alrededor de un standard (25% del neto percibido por la editorial, buscando equiparar el 10% del libro de papel). Como es experimentación pretender convencer a los autores, sobre todo a los mayores, de que es importante ofrecer el libro como ebook.
Las preguntas de los autores, una vez aclarado lo del 25%, giran alrededor de un desconocimiento que compartimos todos, precisamente por la etapa experimental que atraviesa este proceso.
1) ¿Va a afectar la venta en papel?
2) ¿Vas a dejar de reimprimir?
3) ¿Cómo se ve que un libro mío esté ahí?
4) ¿Tengo que pagar para ver mi propio libro?
El tema es que no sabemos qué va a pasar, no podemos todavía tener estadísticas confiables. Todo es muy nuevo, muy tierno. Pero ideal para probar, buscar e inventar.
También para predecir. Por ejemplo, imagino que el actual escenario, con grandes editoriales publicando decenas de libros por mes que compiten entre sí y, sumadas, conforman kilos de novedades imposibles de absorber por las librerías, irá cambiando. Puedo imaginar también la aparición de best sellers en ebook que luego se traducirán al papel, del mismo modo en que en los últimos años llegaron al libro tantas historias, voces y discursos nacidos en los blogs.
Que en lugar de publicar en papel y traducir algunos de los títulos a ebook en el futuro iremos primero por el ebook y quedarán para el papel aquellos que prueben resistir el paso del tiempo y a los que se les pueda añadir identidad y calidad artística en papel. Es decir, aquellos que los lectores deseen conservar en su biblioteca como conservan una pequeña obra de arte.
Para el final, otra anécdota que también marca el momento que vivimos. La semana pasada viajaba en un taxi cuyo conductor no parecía un intelectual devenido taxista por imperio de la necesidad. Era un taxista hecho y derecho. Muy conversador el hombre, comenzó hablando de cine para ir directo al grano: “Yo cada vez veo menos películas”, me dijo, “porque cada vez leo más”.
-¿Y qué lee?- pregunté
-Ahora estoy leyendo Los perros negros de McEwan, algo de John Berger y también Foucault.
Perpleja, le pregunté cuándo leía.
-Todo el tiempo- dijo- y abrió la guantera. “Leo acá”, agregó, mostrándome una consola de esas en las que los chicos maniobran con sus jueguitos.
-Ya tengo como 56 libros acá, me los descargo de internet. Gratis.
Algo confundida por ese encuentro tan insólito y tan revelador a la vez, le recomendé la lectura de El intocable, de John Banville, y me bajé del taxi.